miércoles, 8 de julio de 2009

Soledad

Al principio se siente un suave halo de desolación. Miramos a nuestro alrededor y no vemos más que nada. Un escalofrío recorre nuestra espina dorsal hasta dejarnos inmóviles mirando el vacío devorador que nos envuelve hasta asfixiarnos levemente. Miramos como buscando algo, volteamos la cabeza con la tenue esperanza de hallar a alguien por algún sendero cercano, mas nadie nos espera y, más aún, nadie hay ni por allí, ni allá ni en ningún lado. Este es el principio de la carnicería insaciable de la soledad y su hambre bestial.

Luego comienza el aislamiento; ya nos hemos resignado a deambular solos como viento sin rumbo. Caminamos por aquí y por allá, pero ya sin levantar la vista con la sensación abrumadora de la esperanza de hallar a alguien que se inmiscuya en nuestra pequeña y frágil burbuja a la que llamamos nuestra realidad. Ya no esperamos nada. Ya casi ni sentimos. Estamos viciados de tanta soledad. Movemos mecánicamente las piernas, andando a cabeza gacha, sin dirección fija, casi por inercia.

Por último, a todos estos ciclos les sucede la desencadenación de eventos más interminable: la maquinización total de todo transcurrir físico y mental. A estas alturas nuestra carne no forma más que una débil marioneta que divaga al azar por los hilos de su insensible locura. Ahora al menos sí se espera algo: el cenit del parpadeo de la vida.

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