miércoles, 20 de mayo de 2009

El Túnel

¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿Realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos segían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla como una figura silenciosa e intocacle... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontacían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esa muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había visto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿Por qué esperándome? ¿Y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a los lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

Fragmento El Túnel, de Ernesto Sábato


Hace mucho tiempo atrás leí esta genialidad: "El Túnel" (de Ernesto Sábato). Y sí, en nuestro repudio silencioso hacia la soledad, hasta en detalles como el leer, ver o escuchar algo que nos identifique, ya estamos aspirando a no estar solos, pues el tener en cuenta que existe alguien más que siente, piensa o vive lo mismo que uno, nos hace sentir menos solos (es una especie de repudio maquillado, pues no es novedad que en ocasiones nos descubramos deleitándonos en la melancolía de la soledad, sin embargo en esencia no es algo a lo que todo ser humano aspire, salvo, claro, raras excepciones). He ahí la magia de que existan artes que sacien nuestra hambre de existencia, pues la repulsión a quedarnos solos no es más que la el deseo ferviente de comprobar que existimos como ente.Y aunque seamos unos lobos esteparios casi innatos, la palabra casi ya nos da la esperanza de que puede existir ese algo que no nos precipite tan vorazmente hacía el barranco de la desolación. Todo esto puede ser una ilusión, un endulzamiento falso de la hiel de la verdad, pero sin embargo nos aferramos sin dudarlos a la creencia de ese algo que se inmiscuya entre la maraña de nuestro ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario