martes, 30 de junio de 2009

Fiebre

–Falta poco, poco…sólo un rato más –. Fernando gemía de fatiga, el cansancio embriagador que lo consumía se tornaba cada vez más agobiante y mortífero. A ratos caía en ensoñaciones, producto de la languidez que sentía desde hacía casi tres días, tiempo durante el cual había resistido sin agua ni bocado alguno, en la habitación de la pensión que arrendaba cerca de la universidad, pues el dinero que su padre le mandaba con tantos esfuerzos cada semana se le había extraviado. Los cambios que venía experimentando desde hacía unos meses, luego de haberse mudado a Puerto Montt a estudiar y haber dejado al resto de su familia en Arica, lo había cambiado en superficie rotundamente. La melancolía del sur lo había extinguido, ya no era el Fernando bueno para las bromas y salpicado de ese humor tan innato y contagiante en él, sino que ahora se hallaba aislado en su porción de espacio, aquel lleno de libros y hojas desparramadas por doquier. El fracaso en su carrera lo minimizaba, lo escondía y lo extraviaba del hombre seguro que antes fue. –Si tan sólo no hubiese perdido esa poca plata…pero en fin, el cuerpo debe aguantar lo que la mente diga que deba…Alfredo ya debe estar por llegar ¿o no?, ¿dijo que vendría o lo soñé?... –. Argüía en su mente. Con frecuencia no podía distinguir entre la realidad y sus propias quimeras, y menos aún en ese estado de desfallecimiento que le nublaba la vista. Luego de un rato, volvió a caer en una nueva ensoñación, un nuevo letargo que a momentos se escurría por entre las gotas de lluvia que entraban por la ventana que no podía cerrar a falta de fuerzas. Ya nada importaba, ni la lluvia, ni los muebles mojados, ni la alfombra empapada, ni siquiera lo iracunda que estaría la dueña de la pensión cuando viese el espectáculo de la habitación. Así, en ese estado de alucinación, comenzaron a llegar a su mente polvorientos recuerdos; imágenes de antaño, de su niñez, cuando se movía de un lugar a otro con su minúscula silla de ruedas; sus eternas navidades en el hospital. Toda la maraña de recuerdos pasaba frente a sus órbitas al igual como les ocurre a los que están a pasos de perder para siempre la noción del frenesí de la vida. De pronto, como por arte de magia, una de las imágenes se quedó estática. Fernando comenzó a revivir viejos momentos.
– ¡Ay! ¡Por favor! ¡No! – se veía a sí mismo gritando animalmente, segundos antes de que empezara la cirugía. La única forma de llevar a cabo los procedimientos era a través del quiebre total de los huesos de sus piernas para luego reubicarlos derechamente con el yeso sin utilizar anestesia, pues durante su vida, Fernando había tenido tantas operaciones a causa de sus huesos de cristal, que su corazón podría dejar de latir en cualquier momento. Con los ojos desorbitados y los dientes apretados se preparó unos segundos para la odisea. Primero lanzó unos alaridos casi inhumanos; el dolor era inimaginable, le oprimía la piel, la garganta. Jamás creyó que tal cosa pudiese sentirse en la carne humana ¿Cómo era posible que aquella insignificante masa con sangre y huesos pudiera abrigar sensibilidades tan extremas?
Las vivencias seguían aflorando y el dolor que aquellos recuerdos le producían le agobiaba aún más que el propio cansancio. De un momento a otro, regresó al secreto mundo del pasado y vio su rostro pueril, sus rasgos de niño inocente, su mirada carente de toda corrupción. Observó con atención a los demás niños que lo rodeaban y le avergonzó su cuerpo anormal postrado en una silla de ruedas, con “fierros” en las piernas, como si estuviese viviendo todo nuevamente. Se hallaba en el colegio.
Fernando no supo cómo, pero desde que comenzó a vislumbrar las imágenes algo se trastornó en él, algo que se mantuvo escondido por largos años. Sentía cómo las lágrimas se derramaban por sus mejillas, sin control alguno y volvió a la realidad. A la monótona realidad de siempre. De una vez por todas se vio a sí mismo tal cual era, en las verdaderas condiciones en las que se hallaba: postrado y con el rostro desvanecido por el cansancio que significaba no tener qué comer. Sintió el peso de sus párpados, llegó a creer que su cuerpo entero era una carga pesada, imposible de transportar. Los deseos por probar manjares se habían esfumado. Ya sólo quedaba su fatiga, los recuerdos oscuros de su pasado y él, la masa de huesos que estaba al borde de la inexistencia. Fernando comprendió, aún en aquel deplorable estado casi de inconsciencia, lo absurda que es la vida, lo absurdo del sufrimiento humano. Entendió, gracias a los recuerdos tristes de su niñez, lo inevitablemente superficial de la vida, la extrema dependencia a las sensaciones corporales. El sentir lo es todo.
Parecía un demente al pensar en todo aquello, ¿Qué clase de persona recuerda episodios sombríos de su pasado y especula pensamientos nuevos?
A pesar de carecer de energía para poder moverse, sus pensamientos se agitaban vertiginosamente, como si se precipitara a la muerte, como si sintiera el fervoroso deseo de hacer todo lo que le fuera posible, en esas condiciones, por llevar a cabo lo que antes no pudo, a causa de la ajetreada vida de la universidad. Las vivencias, las enseñanzas, las ideas, todo brotaba sin destino alguno. Y la puerta sonó. Sus párpados estaban a punto de cerrarse, pero esta vez no para nadar en lagos de ensoñación, sino para cruzar el fin de la vertiente de la vida. Pero la puerta sonó. Alguien sabía que existía.



(Viejo cuento hecho para un fallido concurso, hace unos años atrás)

No hay comentarios:

Publicar un comentario